
Miramos en la televisión un fragmento indeterminado de una película -lejos del principio, que ya habíamos visto, y lejos del final, que también habíamos visto -y nos fuimos a la cama. Ninguna de las dos se durmió de inmediato; cada una oía a la otra moverse y girar en la danza silenciosa del insomnio. La cubrí con mi brazo y creo que se quedó dormida; yo no. Tenía fama de poseer una conversación cautivadora; y fuese porque ésta disipaba el temor que su singular persona inspiraba en las mujeres, o porque las conmovía su aparente odio al vicio, el caso era que tan a menudo estaba entre aquellas cuyas virtudes domésticas constituyen el orgullo de su sexo, como entre las que lo manchaban con sus vicios.