
Me encantaba cuando te despertabas y sonreías, sólo sonreías y no buscabas escaparte. Me encantaba que me rozaras la espalda para que yo despierte también. Solías vestirte en diez minutos, mientras mi irresponsable manía de la hora y cuarto para todo arremetía a desayunar en la pobreza de no usar nada más que tu camisa. Y así pasaron veinte segundos y un otoño, así te fuiste y así volvés. Y te extraño, y cerrás la puerta, te desvestís, y caés sórdida e inmaculada sobre otra cama, una cama a kilómetros que parecen milímetros, y cuando te despertás, ya no sonreís. Directamente, sin más preguntas frecuentes en tu cabeza, le das un beso. Y yo , de tus palabras me acuerdo, pero de tus besos, a veces me detengo a pensarlo otra vez, como para creer que los sentí en carne propia.













