La habitación estaba iluminada por el silencio, las paredes se sacaban la piel con semejante humedad y las luces tenían el peculiar don de enaltecer las sombras y penetrar en cualquier pupila y de herirlas, de lastimarlas hasta en el pestañeo. Pero pronto (y sé reconocer que este es uno de mis mayores dones) tan pronto como lo supe, olvidé eso que sabía y dejé rodar mis manos sobre mi cuerpo, para traer las tuyas, para atraer las suyas.
Caímos.